Constancia (Parte 1)

Presten atención. Les presentaré el pueblo de Constancia, el pueblo donde hoy vivo y donde ocurren la mayoría de los relatos que mostraré en esta página. Constancia es un pueblo de solo 4000 habitantes que está situado en el partido de Lobería, al sur de la provincia de Buenos Aires. Pese a que sus pueblos vecinos están frente al mar, Constancia no tuvo siquiera esa suerte. Por eso los turistas suelen ser muy pocos y la mayoría están de paso. Sus amaneceres son planos y húmedos como en todo el interior de la provincia. Solo se escucha al llegar aquí los gritos de disuasión que hacen los teros, la autoridad con que contesta el chimango, más sutil quizás un hornero, una ratucha o esa otra ave gigantesca a la que llaman viento sur. Al pueblo de Constancia lo cruza un río poco caudaloso llamado el Leteo, que según dicen los parroquianos, tiene propiedades milagrosas: cuando uno se baña en sus aguas el olvido comienza a robarle los recuerdos.
El Leteo no es la única atracción que puede encontrar algún visitante negligente, también está la laguna Estigia, esta laguna importante a unos cinco kilómetros de Constancia se encuentra cerca del primer cementerio y la primera iglesia que tuvo el pueblo. La laguna estigia está alimentada por un arroyo que nace del río Leteo y que según también cuentan los viejos nativos, trae con sus aguas algunos de los recuerdos que ha podido arrancar el Leteo.

 La pesca en la laguna Estigia es buena y su gran tamaño hizo tentador a más de un emprendimiento privado y municipal de camping y cabañas. Pero la desgracia y la desidia parecen pasar otra vez por este pueblo: los accesos descuidados que tiene Constancia más el paisaje lúgubre y cercano del primer cementerio, también aquella primera iglesia en ruinas, hicieron que el turismo familiar siguiese de largo y que todos los proyectos fracasasen. En algún camino, aun quedan en pie las obras sin terminar y las publicidades oxidadas que promete la gestión municipal. Al parecer a diferencia del río, la laguna Estigia no puede por más que quiera deshacerse de la antigua memoria del pueblo. Como ya les conté, a Constancia lo cruza un rio pequeño llamado el Leteo y que según dicen los habitantes, cuando uno se sumerge inmediatamente el olvido comienza a borrarle los recuerdos.

 El Leteo no distingue buenos de malos recuerdos por lo que recomiendan y advierten a los forasteros no usarlo nunca, jamás para quitarse alguna pena. El río borra recuerdos pero no borra dolencias. Hubo casos en que unos desdichados se sumergieron en sus aguas para que se les quitara un dolor, un pesar agobiante y salieron del río solo con esa pena. Es decir, tenían un dolor muy grande en su pecho pero no sabían por que lo tenían. La angustia de un dolor sin nombre según cuentan los parroquianos, (no he podido corroborarlo) los llevó al suicidio semanas más tarde cuando escapaban hacia un pueblo vecino o en alguna de las habitaciones de ese único hotel de Constancia llamado "Las Acacias". Tampoco recomiendan los parroquianos que algún turista distraído abuse mucho tiempo de sus aguas. Hay más de un caso de gente que se ha bañado en el Leteo y salieron sin recordar absolutamente nada, ni sus nombres. Está el caso de "Fierro", un turista imprudente de la capital, sin saber las advertencias o desoyéndolas estuvo todo un día sumergido en el Leteo. Al salir, cuentan, vagó confundido por las calles de Constancia desnudo de toda ropa y recuerdo. "Fierro" lo apodaron los vecinos de Constancia ya hace casi veinte años, tan solo porque a los días letales de aquel suceso irresponsable, el hombre supo bien recordar el uso de la forja. Fierro es el herrero de Constancia, como ya dije, hace veinte años. "Fierro" es un apodo y es todo lo que tengo. Fierro soy yo y seré quien escriba en estas páginas que decidí llamar Estigia, como esas otras aguas que están llenas de historias.

El periodista (Parte 2)


El ya muerto Mauricio Borghi, periodista de la editorial Perfil pasó una vez por el pueblo de Constancia. Según nos contó el dueño del hotel “Las Acacias”, el hombre estaba viajando por todos los pueblos de la provincia en búsqueda de algunas reseñas para su suplemento de turismo
Cuando llegó la primera mañana se encontró con un paisaje chato y perezoso. Pero luego con el correr de los días, sintió que ese paisaje le iba a revelar lo más impresionante de toda su carrera periodística.

Una mañana mientras desayunaba sobre el único bar que está frente a la plaza, alcanzó a oír una interesante conversación: “Detrás del monte de acacias (o entre el monte de acacias no escuchó bien) estaba emplazado el primer pueblo de Constancia. En la gran inundación de 1913 las aguas rebalsaron el Estigia y lo anegaron todo durante interminables diez años. Otro murmuró algo sobre una leyenda de la época (al parecer ya conocida por todos en el lugar) de que por aquella inundación, innumerables tipos de joyas comenzaron a salir a flote por los campos de cultivo. Daban ya por hecho de que el origen de esas joyas provenía de algún mausoleo del cementerio. Todos también apostaban que había muchos más tesoros allí y que pertenecieron a Juan de Vergara, un reconocido contrabandista del siglo XVII sepultado en alguna tumba bajo algún nombre apócrifo. Alguno murmuró algo sobre una maldición. Pero lo que verdaderamente le interesó a nuestro periodista, aunque no lo crean, fue el comentario tímido, casi inadvertido de un joven jornalero de la estancia Villa Hayes. El dijo claramente (y nadie lo contradijo ya fuera por miedo o por aprobación) que en el primer cementerio de Constancia los muertos le contestan a uno todas sus preguntas, si bien uno las hace con la voz fuerte y sincera”.

Esa afirmación hizo que el periodista no pudiera dormir esa noche, las supersticiones de pueblo nunca lo apasionaron ¿Por qué entonces? Por su profesión quizás, llevaba ya años consigo el inherente habito de preguntar, imagínense la pasión que lo movía al saber que él podía llegar a preguntarles a quienes la muerte asumía como prisioneros. El joven jornalero había asegurado como un hecho, que aquel cementerio tiene la particularidad única de responder con voz clara a las preguntas de los vivos.

El pensamiento estaba enloqueciendo a Borghi entre las sabanas del hotel. Era aun de noche y el periodista cometió el error de sentarse en la cama, comenzar a vestirse, bajar las escaleras y subir a su auto rumbo a esa primera Constancia de la que los parroquianos hablaban.
Fue por esa razón que tuve el destino de conocerle. Su auto se había estancado en el barro y la oscuridad apenas había salido del pueblo. Mi casa y mi taller de herrería en las afueras fue lo que más tentó a Mauricio Borghi para ir en busca de ayuda. Seré breve y no contaré las presentaciones, los esfuerzos por sacar aquel automóvil del barro, las confidencias ni tampoco las razones por las que también me embarqué en su viaje hacia el primer pueblo y su cementerio.
Uno presentía al primer pueblo de Constancia como de alguna forma uno presiente que está llegando al mar, ese sonido inquietante de las acacias entrechocándose en el siempre viento sur es idéntico al de las mareas y las rocas. Los innumerables perros con nombres pero sin dueño, las calles arruinadas que lo llevan a descampados donde se alcanza a divisar algún abandonado emprendimiento lácteo o avícola. Los bustos de próceres fabricados en serie y traídos de lugares ajenos tienen también sus nombres en las calles, en las escuelas, en su único hospital.

Llegar con ese periodista a la primera iglesia y a la primera plaza no fue fácil, el ultimo kilometro tuvimos que hacerlo de a pie. Un monte espeso de acacia negra había ocupado todo por muchos kilómetros, por muchos años. La acacia negra es un árbol particular de la zona. Al parecer las grandes vainas que arrojan esos árboles son el deleite de la vacas. Los animales defecan sus semillas por todas partes y crece como una maleza espinosa y odiada por todos.
Pueblo chico, honor y deshonor se adhiere a las familias como resina. El silencio conmueve a los muertos en sus lapidas, cal y cemento para esos muertos, flores de plástico muestran unas visitas recientes desteñidas por el sol, una frase repetida que reclama paz entre los pasillos. ¿Pero que nos dirán del pueblo los que allí descansan? Se preguntó curiosamente en voz alta el periodista Mauricio Borghi ...

La respuesta pudo tardar mucho, como si la muerte no solo hubiese entumecido sus miembros sino también los recuerdos. Todo es tan confuso como si la muerte en realidad no fuera sino fiebre y veneno en el collar del tiempo. Sin embargo para sorpresa y espanto del intruso las voces fuertes y claras de los muertos respondieron: “Constancia silencia viajero, sigue tu camino”
Una pregunta mas hace el periodista, esta vez con la voz entrecortada." - ¿Elegirían los muertos? Antiguos moradores del pueblo de Constancia ¿Elegirían este pueblo si volvieran a nacer?"
¡Sí! Susurran muchos, algunos callan indiferentes, solo una voz, una voz joven de mujer exige que no...”No, ya no”
"- ¿Por qué no quieres? ¿Cómo te llamas? " preguntó Borghi.
Ella vuelve al silencio, pero todas las direcciones del primer cementerio la conocen y la nombran. La llaman misteriosamente con diferentes nombres. ¿Qué les ocurre a los muertos que están tan alborotados? Entendimos luego por alguna gracia lo que los muertos nos estaban diciendo. Tres nombres fueron pronunciados. Aquella joven había nacido muchas veces en este pueblo, tres veces. Supimos también que la terrible maldición que cae en este pueblo al sur de la provincia de Buenos Aires, es por culpa de esa joven de los tres nombres.

Más adelante pasaré a contarles desde la primera hasta la última de sus vidas en Constancia y también les contaré lo que fue de aquel periodista de la editorial Perfil.





El Capataz (Parte 3)

Nada más incompleto que una venganza consumada, sino recordar la historia de Don Alberto de Aceval. Un hijo bastardo del terrateniente mas grande del sur de la provincia. Hombre de total confianza fue nombrado capataz de la Estancia "Villa Hayes" cuando apenas cumplió sus dieciocho años. A tan solo unos pocos kilómetros al norte de Constancia, esta estancia cuenta con mas de cinco mil hectáreas productivas y también con todo el dinero necesario para convertirse en uno de los pocos reinos feudales que existen en el interior. Lo que ocurre dentro de la estancia lo resuelve la estancia, Todo aquello que entraba vivo a la estancia de Villa Hayes jamás salía, salvo que el capataz así lo quisiese. Éste Don Alberto vivió a su brutal estilo y llegó a viejo como el hombre mas poderoso de la zona, aún por encima de la policia y el intendente. Ya desde su juventud. Las violaciones, las torturas y las muertes que había ordenado sobre sus jornaleros lo traían últimamente trasnochado, digamos que desvelado por cierta culpa. Los viejos en algunas ocasiones se suelen poner algo sentimentales. Así andaba el capataz Don Alberto por las noches, medio tristón.

Entonces cuando nada ocurría en la vigilia de éste señor, apareció el vengador. Le susurró al oído con una voz desconocida los errores fatales que había cometido. - ¡Ya no sigas!- dijo el capataz. -Tus palabras van hacia la nada...

Y así fue, porque el vengador tomó su facón preparado con venenos del monte y atravesó el pecho del viejo Alberto. La nada comenzó a entrarle por aquel agujero donde brotaba sangre y tejido.
Como vemos, ese vengador nunca pudo saber el final de su historia. Es que esa porquería del capataz lo interrumpió con una frase incierta mientras se la estaba susurrando al oído.




Advertencia (Parte 4)

La mañana era húmeda, como si fuera de viento y de sal. Sin embargo, cuando nadie lo esperaba apareció el que debía venir y con su anhelo temerario compartió el sabor de la muerte con quienes nunca habían oído hablar de ella: los muertos.
Entonces la aurora se retiró y las sombras cayeron para siempre en la ciudad encontrada. Sólo supieron del verdor de antaño los que una vez la visitaron, ya rara vez se preguntan los hombres por la vida de aquellos otros que moraron tanto tiempo bajo los montes impenetrables de acacias. Y rara vez suelen contar sus historias, pues un terror les congela la sangre. Era a partir de algún presente que un joven periodista llamado Mauricio Borghi se aventuró en las cercanías de aquella ciudad muerta y descubrió el secreto de la leyenda. Se había logrado un puente con los que aún la habitaban en las formas más escurridizas a los sentidos humanos.
Un cementerio abandonado sobre lo que fue el primer pueblo de Constancia, ahora sólo hay hiedras desbocadas, algunas hojas húmedas que se apoyan en cualquier lado como trapos oscuros y otras resecas que rasgan el cemento cuando un viento visitante lo toca todo por entre los pasillos. Ángeles de piedra, como espantapájaros de este jardín sagrado. Musgo azul y verde sobre los ladrillos apilados, piedras talladas, algunas aún son manos, mil ojos, mil alas o cabellos. Un río torrentoso se puede escuchar cerca aunque no se ve. Hay también una hermosa bóveda en el centro de todo esto y sobre ella un ángel de piedra agobiado de tiempo, anuncia un camino con su índice, también hay otros caminos empedrados que aún no han sido devorados por la vegetación, hay muchos árboles, insectos golosos a cualquier tipo de luz y muchas plantas que insisten a la vida; infinitos corredores de paredes blancas, grises y negras e innumerables nombres, bóvedas y nichos.
Existe una laguna y un río: el Estigia y el Leteo, ambos cruzan ese jardín negro. El Estigia es perezoso y solo viajan en él los muertos que no desean morir. Los recuerdos se compactan como una pesada carga y navegan por él para vivir entre los vivos. El leteo en cambio es torrentoso al principio y finaliza perezoso en el mar, corroe los recuerdos en agua prenatal. En este río viajan los que olvidan y nacen en otro cuerpo y nombre.
Hace veinte otoños, Magdalena, veinte otoños que acaricias la mortaja que cubre tu rostro con dedos que sufren el espanto, delicados caracoles que se repliegan ante el intruso que rodea tu cuerpo. Has muerto joven y tienes algo de tu cabello libre de la mortaja, aun en la intimidad oscura de tu féretro es visible e impresionante así como los árboles se hacen más oscuros que la noche. Seguramente desconocen que has muerto, que deben ser fríos y estáticos. Algunos muertos, como tu cabello, ignoran su muerte y la de todo, vagan ilusionados como un río torrentoso que ya se ha adentrado en el mar y no lo sabe.
Intentar comprender la nada cuando supuestamente se está en ella, cuando se ha apoderado de uno y lo lleva. Pero ocurre que tú Magdalena ya no quieres otra existencia y por eso esperas aquí.
Si supieras Joven mujer que tu rostro está inmóvil, que lo observan pálido y hundiéndose en el ataúd. Sorprendiéndolos una imagen que repliegan desde la profundidad en que emerge, observan algo que ya pertenece por completo al reino de la naturaleza, asemejándose cada vez más a la telaraña humedecida de rocío, a la tierra, al musgo, ya tu espíritu no hechiza todo eso, una fuerza más poderosa ha decretado tu destierro hacia otro lugar, lugar que no es fácil encontrar más que en sueños o pesadillas.
Escuchen el latir frondoso del monte porque es su pena… su corazón es la brisa que corre a pasos ligeros entre las acacias… A nadie se he mostrado, tan sólo el lago dorado la mira en él, le sonríe y las hojas secas se alborotan a su paso.
Nadie ha conocido su bosque y habita en él con los insectos y las aves. Su mundo es caliente a la vista de los desencarnados pero es hielo para los hombres. Es que el hielo suele quemar para el que lo vive mucho tiempo…
Tres son sus sueños y tres se le han olvidado, bebo del olvido y respiro el por qué de su piedad…
Un cuarto sueño ha de venir con la noticia de que su bosque es estático cementerio, paredones ásperos y suave mármol, corredores interminables, flores que también mueren, retratos y nombres en bronce; es el lago dorado que me mira y me sonríe como el tranquilo Estigia…


Primer nombre: Magdalena (Parte 5)

Fue recién en el final del tercer verano que los ojos de Elías comenzaron a mirar diferente a Magdalena. Tan sólo cuando la vio llegar sobre el último verano notó que ya no era aquella niña de trenzas ajustadas y piernas de tero, sino que bajaba del coche con un porte majestuoso y melancólico, sus piernas más largas y cubiertas con una pollera verde oscuro, con cabellos negros recogidos como una dama y la palidez de un rostro brillante, humilde e inteligente. Notó que los perros ya no le chumbaron como aquella primera vez, sino que movían sus colas y daban largas carreras de alegría, de igual manera todos en la casa salieron a recibirla llenos de sonrisas y manos prestas a cualquier ayuda. Todos menos su padre, Don Alberto de Aceval que guardaba un injustificado y silencioso rencor a Magdalena. Los mismos celos incontenibles que alguna vez profesó contra su padre como aquel que su esposa siempre amó.

Ahora Elías había entrado al bachiller igual que ella pero no compartía sus excelentes calificaciones. Elías se había tornado huidizo y algo huraño desde que su hermanastra se fue el año pasado a la ciudad y lo dejó solo en la inmensidad de esos terrenos que algún día heredaría de su padre. Extrañaba a esa niña que molestaba y hacía rabiar hasta el llanto, como si de alguna forma un rey no pudiera serlo sin alguien a quien hostigar con su poder, la extrañaba y se despertó una alegría que bien supo ocultar cuando tocó saludarla. Magdalena también notó más cambiado a su hermanastro, estaba más alto y con el pelo más desprolijo, su voz chillona se había perdido por una más varonil y afinada. Pero en cambio verlo no le producía ninguna alegría, lo detestaba y ni siquiera podía pasar por su cabeza el hecho de extrañar a un ser así. Contrario a lo que él hizo, ella mostró una cálida sonrisa al saludarlo.
La presencia en esa casa la humillaba de tal manera que más de una vez pensó en escaparse para siempre del colegio, los deseos de hacerlo se hacían insoportablemente fuertes cuando se acercaban las vacaciones de verano, pero nunca alcanzó a reunir el valor. Se reprochaba de tener esa vida miserable acorde siempre a su valor de enfrentarla. No sabía Magdalena que quizás esta vez algo cambiaría ya para siempre y que ese sería el último verano en que abandonaría la ciudad, para vivir junto a esa familia que le resultaba siempre ajena y despectiva.
En la soledad de cualquiera de los cuartos donde le tocaba dormir, llegaba a tirar de sus cabellos negros con la ira que le causaba todo, se hundía en una almohada para ahogar la humillación, el dolor de que todos en esa estancia y en ese pueblo la vieran solo como la niña bastarda de la renombrada familia Aceval.

Pero en una de esas noches de ese tercer verano, sorpresivamente se tocó el vidrio de su ventana con una piedra de barro. Magdalena se vio pálida contra el vidrio, con su rostro aún dolido filtrando en la oscuridad de la estancia. Después de algunos segundos apareció la figura sigilosa de Elías haciéndole señas para que bajara. Ella era la ajena a todo, la humillada, debía hacer caso hasta al más bajo de los peones mientras viviera en esa casa, siempre su madre le reprochaba las injustas maldades que le hacía Elías, hasta de los perros podía esperarse que estuviese a favor su madre con tal de hacerla sentir lo que era.

Bajó por las escaleras aún con su camisón y al borde del llanto, pero de todas formas nada de lo que Magdalena pensó que ocurriría ocurrió; Elías fue muy agradable con ella, distinto a los otros veranos en que su presencia era un suplicio. La llevó hacia el techo de la primera casa y le enseñó sobre unas tejas mohosas y viejas, las luces lejanas del pueblo como las de una constelación. “Ese es el pueblo más cercano, se llama Constancia”.
Esa noche Magdalena también notó que en cambio, hacia el oeste, sólo había una negrura terrible construida a través de un denso bosque interminable, preguntó Magdalena qué había más allá de ese bosque, que había en ese bosque que ya tenían desde siempre prohibido para sus juegos. Elías sólo la miró a la cara largo tiempo y jamás contestó. Durante esa noche y todas las que precedieron sobre el techo resbaloso de la primera casa, la mirada de ambos cambió hacia la tragedia que debía ocurrir.








El gorrión (Parte 6)

Elías, supo desde un primer momento que algún día se alejaría para siempre de aquella joven que le habían presentado como su hermana mayor y que pasó en la estancia Villa Hayes esos tres veranos en que su madre estaba débil y enferma para los aires de la ciudad. El día que la vio por primera vez colgándose impaciente de la tranquera, con un vestido que dejaba ver sus piernas delgadas como las de un tero, con un sombrero blanco donde caían dos trenzas negras y largas, ojos prestos a la timidez como a una cálida sonrisa y aquel cuerpo… su cuerpo de niña le pareció a Elías el más liviano y gracioso del mundo. Él nunca se hubiera permitido pensar que alguna vez esa niña introvertida sería la primera en saber de su secreto, nunca imaginaría que sería la joven que una vez lo tomaría de la mano en el camino estrecho que lleva a su misterio: “la ciudad encontrada”.
Acostada Magdalena sobre la hierba todavía húmeda de una lluvia débil, sentía que todo aquel lugar se nutría de agua, la veía recorriéndolo todo hasta alcanzarla por sus pies desnudos entre la hojarasca y la tierra pegajosa, aquello no se podría hacer en el colegio religioso donde vivía por que quedaba entre el cemento de la ciudad y el reproche de las monjas. ¿Quién sabe por qué lo estaba haciendo en ese verano, allá en la casa de su tío Alberto? Tampoco sabrá nunca por qué llama tío a aquel hombre, saben todos que sólo es el esposo de su madre y el padre del imbécil de Elías. Recuerda hace dos veranos cuando conoció a ambos en la sala de techos altos, con sus valijas de recién llegada y esa obligación de sentirse natural a la humillación que le tocaba vivir.
Recuerda también en ese primer verano donde la comunicación con su hermanastro era casi obligada en ambos por parte de su madre y del tío Alberto. Recuerda el pájaro muerto que una vez descubrió y que Elías se lo quitó de sus manos calientes para abrirlo, observar el mecanismo interno, nunca la habían hecho llorar tanto, rasguñó a Elías como una fiera, lo pateó, lo insultó y lloró luego como un pequeño perro muerto de pena, sólo entonces Elías le devolvió su gorrión y se fue a paso confundido, enojado, como víctima él de una injusticia.
El gorrión fue sepultado debidamente en un lugar secreto para que Elías no lo encontrase jamás otra vez, su ataúd era un nido abandonado que Elías una vez había bajado de un árbol y había regalado a Magdalena. Dejarlo sobre su secreto, que se vaya con su muerte liviana, que se haga hormiga, lombrices, hongos tiernos y de vivos colores, raíces y hierba. Ya lejos de Elías que no dejaba de hostigarla, de gritarle tero delante de todos, de revisarle los escritos más secretos para leerlos en voz alta, de colocarle arañas y babosas bajo la almohada, de hacerla siempre llorar.
El color de la tierra sólo él lo sabe cuando la tiene entre las manos y mancha el rostro de Magdalena, lo borronea, incrusta las manos sobre el lodo que la zanja ofrece fragante al borde del camino. La negativa a dejarse en ese juego es sólo porque está desarmada y aún vestida con la ropa de ir a misa, sólo a Elías parece no importarle estás cosas y la asedia sin respiro; pero esto no dura mucho y Magdalena también se ve con la frialdad del barro entre sus manos y conoce su color en el rostro de Elías, los dos se vuelven una furia aunque simulan sonrisas y carcajadas de victoria. En ese momento el tío Alberto aparece a caballo junto a dos peones. Hombre de actitud siempre severa, de imposible caricia y de fácil reproche hacia Elías, en cambio a Magdalena parece no verla nunca; sube a Elías duramente en su caballo y ella los ve partir a un trote que se incrusta en el camino. Esas cuadras largas que todavía le quedan a Magdalena hacia Villa Hayes se hacen en un progresivo cambio de ánimo, de la sonrisa y la respiración agitada del combate a un pequeño cuerpo que se tambalea en un incontenible llanto que sabe a tierra y musgo.
Alguna vez Elías le recordó a Magdalena su juego preferido, fue en el último verano que ella visitó la estancia. Aquella vez no la llamó ni tero, ni Magda (como todos lo hacían) sino Magdalena y la llevó por senderos tan estrechos que uno debía caminar como el peor de los ancianos. Las acacias a veces cerraban el paso de tal manera que uno debía pasar de costado y rasguñarse con alguna espina. Conocía Magdalena lo prohibido de adentrarse en el monte pero callaba porque Elías más que nadie sabía eso y que sólo él sería castigado por Don Alberto si llegasen a descubrirlos. Quien tomaba la delantera era siempre Elías porque sabía que a su hermana le causaban un verdadero ataque de nervios aquellas arañas patudas que lanzan sus telas por los senderos. Además Magdalena no conoce ese camino estrecho que a veces se bifurca, ni tampoco conoce su destino ni los pasos anónimos que en un tiempo lo hicieron de tanto caminarlo.
Elías estaba verdaderamente amable, temerosamente caballero y silencioso con Magdalena. Ella en cambio estaba inusualmente alegre y descubría con verdadero asombro unas frutillas silvestres de corazón blanco que sabían a agua, pero que eran lo mas rojo que vio en su vida. Se llenó los bolsillos de aquel tesoro que su hermanastro miraba indiferente, se notaban las ganas en Elías de decirle que terminara de entretenerse con eso, que ese no era su secreto. Sólo después de varios minutos sobre ese sendero cada vez más espeso y fragante, Magdalena notó que la indiferencia anterior de su hermanastro se debía al gran reinado de frutillas silvestres más adelante del camino.
El calor de la tarde golpeaba más sobre ese claro del monte y a ella ya comenzaba a desagradarle todo lo que tuviese que ver con esas frutillas. (Más por el extraño sabor que le sobresalía en el paladar que por los estragos que hicieron en sus bolsillos) Magdalena también empezaba a odiar el camino pero sin embargo, ella hacía todo lo posible para ocultarlo sobre su cara y sobre su voz, lo disimulaba y se sentía extrañamente asustada de pensar que su desagrado pudiera lastimar los sentimientos de Elías, ahora que parecía tenerlo entre sus manos, que podía castigarlo con su indiferencia, con su rechazo, por un momento creyó que ya no lo odiaba.
Verdaderamente aquel joven demostraba un sumo interés en las reacciones de Magdalena hacia ese camino y su secreto, cuando ella inevitablemente en su fatiga ya comenzó a mostrar deseos de volver, entonces él le suplicó que no lo hiciera y tomó la mano inquieta de Magdalena que lo siguió en el silencio más sagrado.
Ella no poseía todas las fuerzas para decirle que moriría después de todo eso, sobre la tarde. Hay quienes todavía se señalan el corazón con el índice y dicen “yo” ¿No saben acaso que esa acción les podría tomar la eternidad? ¿No saben acaso que pueden ser demasiadas las vidas que puede exigirle a uno la caprichosa eternidad del alma? Magdalena mencionaba a veces que uno no debía crecer si no era necesario, que todo crecimiento lleva más muertes innecesarias que necesarias. Pero algún día por aquella estancia inmensa de Villa Hayes y para gusto de la fatalidad, ellos irremediablemente crecieron.
Elías le mostró al fin el jardín secreto, “la ciudad encontrada” como así él solía llamar aquel camposanto donde duermen –aún sin saberlo– sus antiguos cuerpos. Sólo ella parece presentir algo en su sangre de once años. Algo similar a lo que presiente una mujer embarazada a momentos de dar a luz. Recorrer al azar los pasillos de ese cementerio, el espíritu profanado de Elías que pareciese haberse abandonado en la nada sin algún motivo visible. Luego ella se distancia de esos pasos que antes la conducían y protegían amables en su secreto, Magdalena se siente atraída hacia el otro lugar donde un murmullo a lo lejos le sube como un terror cada vez más pesado en el pecho, se intenta mantener firme y su paso se doblega, toma su pecho con pocas fuerzas como queriendo atrapar una fragilidad que intenta salírsele. Avanza y avanza hasta el punto de creer que va a caer, luego se adivina el río cercano de donde proviene el rumor tumultuoso y cae finalmente desplomada contra las paredes de una bóveda. Se sobrepone al encuentro de ese río que viene de otra vida ¿y cómo no ha de recordar su bóveda, aquella en la que se está apoyando y la sorprende? ¿Cómo no ha de recordarla con su ángel de piedra, con la reja negra que serpentea en variadas formas e impide la entrada a los vivos con un candado devorado por el óxido? Descorre una cortina vegetal que araña suavemente sus manos y muestra esas frutillas de pulpa acuosa y lo que aún queda de un nombre sobre una placa de piedra ¡Dios la proteja! Magdalena descubre el secreto para siempre.


Los techos de la primera casa (Parte 7)

Durante todas las noches de aquel último verano tanto Elías como Magdalena corrieron siempre prestos al encuentro sobre el techo de la primera casa, si no era allí el lugar que optarían para esa noche bien se decidiría después, pero siempre el techo los reunía resbalosos y felices bajo el murmullo disconforme de los perros.
Sobre una de esas noches en que el brillo de las luciérnagas se veía inundando la estancia, Elias le contó a Magdalena que aquello era el llamado que hacían las hembras sobre los machos y que luego de procrear, estos insectos terminaban siendo devorados por las mismas luminosas. Magdalena no dudó en burlarse de Elías al instante. Rió como hacía tiempo no lo hacía y lo acusó de creerse cualquier estupidez que escuchara por ahí. Él se indignó con tanta fuerza que con sus reproches casi logra despertar a toda la Villa Hayes, hizo lo posible por convencerla de que era cierto todo lo que le decía, citó las fuentes enciclopédicas y las aprobaciones de su padre hasta callar al fin rendido a ese ataque incontenible de risa que movía a su hermanastra. Luego Magdalena con la voz de quien se retracta, le dijo que él no se creía cualquier estupidez, aunque al instante lo acusó de que en realidad lo había inventado todo, que era un mentiroso y reprimió unos fuertes deseos de caer desplomada de risa. Bien sabía que Elías nunca mentía y que en cambio ella lo hacía entonces sólo para fastidiarlo como una de las tantas veces que él lo había hecho con ella. Esa noche, antes de irse a dormir, Magdalena, quizás sin quererlo, le acarició el rostro y ambos lo acercaron para un beso que jamás se dio. Magdalena corrió a su cuarto y no salió de el durante dos semanas. Su madre no pudo sonsacarle ni adivinar el porqué, tampoco pudo imaginar nunca que una persona tan chica pudiera llorar tanto tiempo bajo la oscuridad.
Pero el tiempo pasó y el tiempo no dudó en pedir a los dos jóvenes su sacrificio, los punzó de fiebre hasta el ahogo y después de doce noches inagotables Magdalena volvió resbalando y corriendo a los techos de la primera casa. Elias en cambio nunca había dejado aquel lugar y la esperó siempre sonriente y preocupado. Fue recién en una de esas noches siguientes donde la reconoció como la persona a quién él más amaba, supo que tenía las manos delgadas y frágiles y las tomó una vez entre las suyas como quien lo hace con una hoja, una llama, una liviandad que cualquier viento por débil que sea pueda arrebatarla por los aires. Se sentó junto a ella en la pampa olvidada de Constancia donde aún corre un río vivo, contemplaron silenciosos el suicidio de un escarabajo y como si se pudiera ahuyentar la muerte de aquel pequeño ser predestinado, él lo tomó con una pequeña rama y lo volteó sobre sus patas para que siguiera su curso original. Desde la intimidad donde más le gusta posarse al ángel de la muerte, aquél escarabajo es atacado otra vez y muere, como dando una señal, una advertencia. Ninguno de los dos lo sabe ésta vez y juegan con el amor que se respira por donde quiera que esté el otro o su nombre.
Hijos de una misma madre pero enamorados como no deberían, jóvenes que intentan lo prohibido sólo porque ya no pueden hacer otra cosa. Un veneno los punza de muerte si no logran verse en aquella pampa oculta. La ilusión los consume en sentimientos tan fuertes como una tormenta. Noche tras noche corren al crepúsculo sigiloso, ni un instante quiere ser regalado por ambos, como si quisiesen ganar todo el tiempo perdido por la censura y el pecado.
Pero en Constancia todo se termina sabiendo, como si el pueblo entero fuese un niño atormentado por no poder guardarse ningún secreto. Los rumores se fueron dispersando hacia todas las direcciones, como aquellas luciérnagas que mostraron a los jóvenes una constelación trágica, la peor. Don Alberto estuvo tan alterado por aquello que le contaron, que en un ataque de furia termino matando a machetazos al caballo de ese peón que le trajo la noticia. La mirada del pobre animal muerto, desbordado por el espanto y la locura, era la misma mirada que tuvieron todos en la estancia aquella tarde. Nadie hablaba de otra cosa en Villa Hayes, al pasar las horas no había nadie en toda Constancia que no se hubiera enterado de la incestuosa noticia de los enamorados, de la ira de Don Aceval. La tragedia se respiraba en el aire como la humedad antes del vendaval. Su madre Mercedes en un ataque de desesperación sacudió a una atónita Magdalena y le rogó que se fuera de la casa. Ella así lo hizo presintiendo con certeza todo lo que estaba ocurriendo. Escapó al monte y a la "ciudad encontrada" que le habían regalado, donde una semanas más tarde la encontraron sin vida.


Una costumbre (Parte 8)

A "Fierro", un simple herrero y al gran periodista Mauricio Borghi. Los muertos con una voz clara, nos contaron aquella mañana la vez que volviste al monte prohibido y su ciudad encontrada, con el cuerpo de esa niña llamada Magdalena que Elías bien conoció durante los tres veranos últimos de su niñez, viviste semanas enteras en ese jardín sagrado, visitaste la casa de todos los muertos y hablaste con ellos de aquel a quien habías venido a esperar, recorriste con desnudos y solemnes pasos los caminos que desembocan en otros y que están poblados de nombres, fechas y manos frías. Tomaste entre tus manos calientes las flores silvestres en el cariño de los que allí intentan el sueño. Sufriste a veces de hambre o de frío pero luego eso dejó de inquietarte; pues encontraste la bóveda anónima donde estaban los restos de tu antigua vida. El ángel de piedra sobre la cúpula intentó detenerte, ya no quedaba nada de tu antiguo cuerpo de mujer salvo la mortaja firme que alguna vez te separó.
Como Elias nunca apareció (como ella hubiera esperado) pensó en el rechazo, fue ahogada por la culpa y la vergüenza. Una semana después cuando el bosque de acacias supo sus intenciones la encontró con la laguna Estigia, así la llamaron alguna vez en ese pueblo y pensó en él cuándo abandonó sus ropas y se dejó tragar por las aguas como la forma palpable de la noche. Tocó esa muerte con sus dedos, en el agua que la rodeaba, la vio en su imagen deformada por anillos que se abrían para desvanecerse y en el espasmódico vapor de su vientre. El agua la cubrió toda y la llevo hasta el fondo para calmar su dolor
Existe una costumbre muy antigua en la gran estancia Villa Hayes. Aquellos que se suicidan lamentablemente no pueden descansar en el cementerio que está detrás de la capilla. Vecinos y policías supersticiosos no tocaron nada salvo tu cuerpo frío, para abandonarlo al fin en una bóveda antigua de la ciudad encontrada. Un mausoleo que ya fue tuyo una vez con el ángel de piedra encima señalando siempre el camino de regreso. Una ceremonia sencilla solo con tu madre Mercedes y tu padrastro Don Aceval. Luego pusieron un candado, tu imagen, tu nombre, un rezo y te olvidaron para siempre.
Elías nunca supo eso, jamás se lo dijeron y su padre el severo Don Alberto Aceval sólo murmuró en un almuerzo que te habías marchado para convertirte en una monja, que ya no volverías a pasar ningún verano en nuestra estancia. Verdaderamente el joven Elías creyó que te habías olvidado de él.
Don Alberto Aceval amenazó con la muerte a todo aquel que tan solo te nombrase y amenazó con cosas peores que la muerte a quien le dijese a su hijo el destino fatal de la joven. Don Aceval nunca amenazaba en vano y fue así que por primera vez en sus tres siglos de historia, el pueblo de Constancia bien supo guardar un secreto. Un logro mas en la lista de aquel tirano capataz.
Diez años después tras una fuerte discusión con su padre, Elías deja Constancia para ir a la capital. Consiguió su primer empleo como fotógrafo en la sección de turismo de la editorial Perfil. Con el tiempo tanto por ser soltero como por su gran facilidad para redactar artículos de viaje, fue puesto a cargo de la sección de turismo tanto del diario Perfil como de la revista Siete Días. Allí fue (Ignoro si fue por el profundo odio que le profesaba a su padre) que el empezó a firmar con el seudónimo de "Mauricio Borghi"
Tiempo después Elias de Aceval o Mauricio Borghi comenzó por alguna razón a buscar el claustro de monjas donde pudiera estar recluida Magdalena. No lo encontró jamás, solo hace un mes atrás busco y encontró aquel internado católico en la Capital federal donde Magdalena se había criado. Pero allí no se encontró con las respuestas que él esperaba.
Desde aquel verano, aquel en que supo las noches y los amaneceres desde los techos de la primera casa, Magdalena nunca había regresado al internado. Una monja antigua le dio por primera vez la confidencia después de tantos años de mentira: la noticia de que ya te habías dado muerte sobre el pueblo de Constancia, en aquel último verano, en las aguas del silencioso lago Estigia.
Deberían estar atentos todos ustedes; ya que ella mora también en sus sueños, los acompaña de puerta en puerta con una brisa. Unos pasos en el umbral luminoso, Fragantes acacias antes de que la puerta se cierre. Recuerden, las acacias mantienen un diálogo con ella sobre silencios y voces de muertos.


Las manos (Parte 9)

El milagro ocurre y la joven muerta parece contestar al visitante. Detrás de la mortaja Magdalena habla:
Aun así mi Elías… estoy desconcertada en la inmensidad helada de este universo, que como el vapor tibio de la boca viva se mueve con la esperanza de llenarlo todo.
Llévame de este lienzo que me pierde, violín que se despluma y muere viejo como el árbol que fue y el ave que lo habitó.
Sobre los mármoles descansan solitarias las cáscaras de una caricia o de esa tenaz puñalada que nos hundió en otra vida.
Este lugar sagrado está lleno de pacientes manos, las presiento detrás de todos estos mausoleos, nichos y tumbas. Sobre los mármoles, se extinguen silenciosas manos que fueron la belleza donde danza el mundo, manos de obreros, manos de poeta, manos de madres, manos de novias que nunca fueron y tejen, manos terribles de asesinos, de borrachos padres, manos oscuras y temidas. Habrá manos de viciosos símbolos y la de aquel que pulió mi corazón en delicadas llamas nocturnas, noches que se expanden como si aspiraran del mundo y sus historias. Pasa tu mano por entre las terribles rejas que nos separan, como hace veinte años, como hace mil vidas, toca otra vez mi mano compañera, mi más querida.
Siente el calor del muerto, toma su mano ardiente y posa en ella tus penas, el corazón te es dado para que al fin llores, pidas la misericordia, la justicia, el sueño. Aguas que se aclaran en el momento en que me miras. ¡Ay! Si supieras que el olor a hojas secas no se quita, si supieras que su rasguido por el cemento me causa un dolor insobornable… Te tengo que susurrar mi sonrisa, te debo mi entraña doliente, las estaciones de tren y los pestañeos son de tu mundo, en el mío no existen, pues nada puede interrumpir tu rostro ¡Mas las leyes de este lugar son irrevocables y mis manos ya no me responden!
Dios lo quiso así y entonces mi cuerpo incorrupto te esperó para recibir tu perdón. La soledad de este recinto me veló paciente, te esperó reteniendo como aliento el último silencio. Es que debías verlo pese al grito desesperado de mi espanto, debías dejar en él tu nombre y el mío para siempre. Sin eso nunca podré partir ¿Pero qué es lo que te ocurre? Caminas con la primavera entre las manos pero tu mirada aún es otoño ¿por qué mi amor no me miras aún? ¿Por qué me has dejado ir aquella noche sobre los techos de la primera casa y no en este oscurecer en que todo ya es tarde? ¿Acaso es la esperanza, esa íntima amiga, ese consuelo, esa trampa? Entonces mírame, que te veo con mis ojos que ya no son, cúbreme por favor con tu nombre, en esta despedida de cien vidas y un decidido aliento, cobíjame y que el frío no entre, arrópame con tu nombre de cien soles ¿no lo recuerdas? tomábamos los escarabajos negros y escapábamos en su suicidio, corazón de lenguas vivas que te cantan. Pero ahora, justo ahora el ángel de piedra comienza a replegar sus alabardas y la humedad se puebla de antiguos seres que toman el control: mi cuerpo se desmenuza solo en la privacidad del enterrado como un lento suspiro.
Las cosas no tenían nombre hasta que conocí el tuyo. Aquella vez que hablabas de luciérnagas y constelaciones yo te reconocí, estiré mi mano hacia tu rostro amigo, esta vida nos volvía a unir como hermanos y el terror nos consumió. Tengo la inquietud de si es que te nombro o si me pones tu nombre entre mi boca y la lapida.
¿De qué sirve Elías, que tome otra vida? ¿Tú no logras recordar que estas regresan con la tragedia? Te suplico mi vida más querida, que sueltes mi nombre, que lo abandones de una vez entre las alas de quien se despide del mármol y la mortaja.
Rompe el silencio como una prueba de tu piedad ya que ahora tú tienes cuerpo y a mí se me ha borroneado. La esperanza en la ciudad del alma que el ladrón sitia, nunca será la propiedad del manto y la mortaja. Recuerda que los muertos sólo suspiran una vez y para siempre. Mi querido Elías te ruego que me des ya tu silencio, abandona nuestros nombres en este lugar que ya debo destejerme, desmoronarme.
(Magdalena silencia)
Como aquella tarde en que los dos niños caminaban de la mano por este cementerio de Constancia, la tragedia regresa y siembra la muerte en los pensamientos de Elías. Temblando de espanto él decide ir a buscarla hacia ese mundo incierto.
Dedos que sienten el latir de los muertos en fortalezas donde los apilan. Mano va hacia un muro que la separa de otra mano tendida y muerta. La mano viva aunque hecha con lo que se hacen las sombras, presiente a la otra y recuerda en ella cielos con un tinte a encuentro.
(Los muertos le hablan a una Magdalena que ya se está yendo)
Siembra, siembra ya tu próximo cuerpo que las luces lo hacen brotar, el germen brota hacia el calor. Cualquier tipo de lugar es el lugar. No se puede encontrar el hombre que debe despertar, todos son devorados por lo que no se ve ni se siente realmente, por lo que anda por el mundo con pies de tiempo.
Extraño la forma en que mirabas el silencio del fuego, el silencio de los párpados cerrándose para siempre, habrá una última vez que tú juegues con el aire de los espíritus, sopla al rostro de los que sueñan una próxima vez, la vez en que despierten con las vicisitudes de un querer antiguo, antiguo como sus almas.
Encuentra la luz que brota de un fuego muerto, busca esta vez la vez en que la brasa exhala su último calor, la tibieza que lo abandona para siempre, toma con tus manos de otro mundo el cuerpo que ha de resquebrajarse en ciento de miles de deseos. Comienza a posar tu oído en el susurro de la ceniza, escucha la perpetuidad de las almas y la fugacidad de los rostros y su nombres, los rastros.
Desteje tu cuerpo, tendones que se sueltan como cuerdas de un instrumento exhausto, desata los músculos, levanta el manto de tu piel, tejido desmembrado, pliega tus huesos, entrega tus entrañas a la pululación de las entidades secretas que devoran la carne usada, entrega todo aquel artilugio que te fue dado al fuego de las tardes y a la luz transpirada de la luna. Levántate como un espíritu que vuela de su soledad.
Le convidaste de tu vida y te lo agradeció para siempre iluminado con sus ojos de la última niñez. La palabra enamorada nunca se hace voz y toma el silencio fértil como una liviana y eterna mortaja. El revoloteo de las cosas jamás dichas llena hasta el último espacio del panteón. Ya no cabe un sólo aleteo más y el verbo muere sólo e inútil.


La vuelta (Parte 10)

El día se hizo presente y el sol replegó a la sombras por algún tiempo. Me quedé sentado con Mauricio Borghi sobre una lápida antigua de mármol y bronce. Mi compañero como adivinando mis pensamientos bromeó
- Constancia es supersticioso hasta para los saqueadores ¿No le parece?
Después buscó tranquilo las llaves del auto y me las ofreció. Estaban embarradas con las frutillas silvestres con que Borghi puerilmente había llenado sus bolsillos durante el camino.
- Usted ya vaya mi amigo, yo me quedo
Presintiendo algo oscuro en sus intenciones le dije
- Yo lo acompañé en la ida, ahora usted acompáñeme en la vuelta.
Mi treta se adivinó sola y nada más me sonrió, se puso de pie y se fue alejando despacio
- ¿Qué va a hacer acá Borghi? ¡Vamos, vengase conmigo!
No me contestó la pregunta ni hizo caso a mi orden, ni siquiera se dignó a voltearse. Se perdió en la parte del cementerio en que las acacias y sus espinas lo habían devorado todo. Allí las voces de los muertos deben ser más fuertes, pensé, ese camino lleva a la locura. ¿Pero que podía hacer yo en ese momento? El camino de toda su vida ya fue en sí el canto mismo del delirio. Toda su vida enamorado de su media hermana, otra búsqueda para él, otro nombre para él, un suicidio revelado y luego las voces de los antiguos que prometieron tres nombres. Solo uno fue nombrado aquí en voz alta, faltan dos, pero ese no es mi problema. Por lo menos no lo es en este momento.
Después de caminar por casi una hora por el sendero estrecho que permite el monte llegué hasta el auto de Borghi. Comencé a bajar al pueblo con muchas sensaciones cruzadas y un sentimiento fuerte de culpa por haberlo dejado, pero sobre todo el miedo sobresalía. El miedo a los muertos que murmuran, el miedo a que el periodista Borghi cometa el predecible acto de terminar con su vida, el miedo de andar conduciendo su auto, el miedo a la represalia de su padre Alberto Aceval. Así, con miedo,finalmente tuve la estúpida decisión de no parar en mi casa de las afueras. Sino de seguir hasta el pueblo y entregar ese auto y su historia al mismo comisario de Constancia.
Así pensé que debía terminar todo esto, pero llegando a la plaza me traspasaron tres camionetas policiales a velocidades muy altas. Pertenecían al partido de Lobería. Otras más adelante tenían marcada la jurisdicción de Gral. Alvarado. Perturbado estacioné de inmediato y comencé a andar de a pie por la cuadra que esta frente a la plaza
-¿Que pasó Morel?
Le pregunté a un policía de Constancia que reconocí charlando con los parroquianos.
- Qué haces Fierro ¿no te enteraste? Lo mataron a Don Aceval ayer a la noche
- ¿Cómo?- Pregunté. El cabo Morel me observó por unos segundos el barro y el agua desde el pantalón hasta los zapatos, siguió hablándome con voz tranquila.
- Esta toda la Hayes cerrada, ahora están viniendo policías de todos lados, estamos buscando cualquier información Fierro. Si viste o escuchaste algo...
- ¿Pero ya saben quién pudo haberlo matado?
- Por ahora se dice que fue un peón, sospechan de un correntino que lo trajeron hace un año para trabajar en la Villa Hayes con su familia. Al parecer don Aceval le había echado el ojo a su mujer y ya sabes cómo era el viejo.
-¡Un viejo de mierda! Murmura uno desde una mesa en el rincón del bar. Todos hicimos como si no lo hubiésemos escuchado, Don Aceval imponía respeto hasta de muerto.
-Además te digo que fue un peón de confianza por esto- continuó Morel señalando su índice - fue de noche y los perros fieros con los que don Aceval salía a cazar jabalíes estaban todos sueltos, nadie los escuchó ni siquiera ladrar. Entró por la puerta principal sin forzarla, sabía que el viejo en ese momento estaba abriendo su caja fuerte y lo mató de un cuchillazo certero en el pecho.
Morel se me quedó mirando con una media sonrisa, luego con aires de superioridad los miró a todos y casi susurrando continuó
- Ya está, para mí fue el correntino, él tenía también la tarea en la estancia de alimentar a los perros.
- Bueno, yo me voy, tengo unas cosas que hacer.
Me despedí de todos bajito y pausado, así como hablaba el cabo Morel.
-¡Chau Fierro! lo único que no pudimos encontrar es el arma y la guita del viejo.
-¡Si encuentro el cuchillo te aviso!- le grité- ¡La plata vemos!
Todos en el bar comenzaron a reírse, yo solo pensaba en volver al auto para comprobar aquello de lo que estaba ya seguro. Tomé todas las precauciones para no ser visto y abrí el baúl. Allí estaba el facón ensangrentado y un bolso con lo que debía ser el dinero del difunto viejo Aceval.
Además de todas las maldiciones ya encontradas, el infeliz de Mauricio Borghi o Elías Aceval había matado a su padre.


Sísifo (Parte 11)

Otra vez me encaminé con el bolso y el facón ensangrentado hacia el primer pueblo de Constancia y su viejo cementerio. Aquel día ya parecía eterno, como esa historia donde el condenado Sísifo sube una y otra vez una piedra por el infierno.
Debía encontrar a Borghi y pedirle que se entregara. Lo poco que pude enterarme es que al correntino lo venían fajando hace varias horas en la comisaria para que confesara un asesinato que él no había cometido. Ese hombre no podría resistir muchas horas más sin confesar.
El miedo y la euforia me estaban moviendo otra vez sin tomar conciencia siquiera de las espinas que las acacias me clavaban. El monte me largó al fin sobre ese claro del cementerio con mucha sangre y barro entre las ropas. Grité a Borghi sin obtener respuesta, lo llamé por el primer nombre de Elías y entonces los muertos me contestaron como los ángeles de piedra que decoran las tumbas y señalan el oeste. El oeste es el camino hacia el Estigia.
Volví al auto y tomé rápido el camino hacia la laguna memoriosa, busqué por horas alrededor de las aguas. Allí no había ningún rastro de Borghi. A pie seguí bordeando el arroyo tranquilo que viene del río Leteo y fue allí que lo vi. Borghi estaba tratando de nadar a unos cien metros de distancia, por las lluvias el río venía inusualmente con un gran caudal, lo estaba alejando. Corriendo comencé a bordear el río y a llamarlo. Estaba seguro que me había visto pero aun así me ignoraba, solo cuando logré estar frente a él se dignó a mirarme. El río había hecho su trabajo, ya no me reconocía.
Magdalena eligió terminar con su vida en las milagrosas aguas del Estigia. Por eso ella no pudo olvidar nada a pesar de la muerte, por eso su cuerpo se mantuvo incorrupto y hermoso por tantos años. En cambio este pobre hombre loco solo quiere desaparecer y elige las otras aguas, la del río que olvida ¿No sabes ingenuo Elías que los ríos también tienen un alma? ¿No sabes que este ladrón también me es conocido? Primero tomará los mas valiosos, tus recuerdos más atesorados y si todavía te atreves a seguir en él por más tiempo... se llevará todo hacia el mar.
Estabas agotado y pálido. Noté que estuviste varias horas luchando contra las aguas. Te noté desesperado y a punto de rendirte, así interpreté que el astuto Leteo te había hecho olvidar que habías entrado en sus aguas para matarte.
Seguramente por el tiempo en que estuviste luchando en sus aguas ya nada quedaba de ti. El río te abrazó hasta lavar completamente tu vida. Qué irónico, todos esos años con una vida y un nombre falso para engañarnos a todos y ahora el destino te mira con su cara más espantosa y burlona. Has perdido todo, tu nombre, el nombre grave de tu padre, la cara suave de tu madre, la voz amada de Magdalena, todo has perdido, menos lo que has venido realmente a perder a este pueblo después de 20 años de destierro: tu vida.
Te conté la suerte del correntino, te dije que debías entregarte. Tu afirmaste y entonces te ayudé a salir del agua ¿Quién sabe hace cuanto tiempo habrás estado sumergido en el olvido? Me preguntaste otra vez mi nombre , tu nombre, tu oficio y la historia del asesinato de tu padre. Por piedad nunca te nombré a Magdalena.
Confundido murmurabas todo lo que decía para tratar de evocarlo, una y otra vez sin resultado. te devolví tus llaves sucias con las frutillas silvestres del monte. Te expliqué otra vez lo que debías hacer y caminaste rápido hacia el auto. Te fuiste a toda velocidad sin siquiera voltear a mirarme, otra vez sin siquiera alcanzarme hasta mi casa.
Llegué agotado recién cuando oscurecía, hambriento, con miles de preguntas en mi cabeza. Solo al otro día me enteré que Borghi no se había entregado a la policía, lo vieron salir del pueblo sin siquiera buscar sus cosas del hotel. Por otro lado, al correntino misteriosamente lo encontraron ahorcado esa misma mañana, con un cinturón ajeno en la celda de la comisaría. El caso de la muerte de Aceval ya es historia vieja.


Las procesiones (Parte 12)

Nunca supe bien si el nombre de Fierro con que me bautizaron después de la tragedia en el Leteo se debió realmente a mi oficio o a ese entrañable personaje de José Hernández que iba huyendo por las pampas. Nadie supo decirme mucho de mi pasado aunque a veces me persigo de que todos se prometieron por algún motivo no decírmelo, como si una conspiración, un acuerdo se haya cerrado susurrante en toda Constancia para no señalarme quien fui. Sospecho y temo de que callan en alguna forma para cuidarme de mi mismo. No me preocupo, no se preocupen, Constancia es malísimo para guardar secretos.
De todas formas esa mañana no era lo que necesitaba saber. Me acerqué al bar el trompezón, que esta frente a la plaza del pueblo, en el que siempre hay gente hablando fuerte y uno se entera de todo. Tenía que saber concretamente quienes fueron los antiguos dueños de la casa que hoy habito.
La vez que me sacaron de las aguas me tuvieron una semana en una cama del hospital. Me dieron un nombre, me buscaron un oficio y me consiguieron unas herramientas para trabajar, luego me ofrecieron esa casa abandonada en las afueras del pueblo, una casa desvencijada con ladrillo y adobe.
Recuerdo que al verla por primera vez me dio la impresión de que aquella casa con plantas creciendo desde las paredes y por el techo, desde las baldosas y la bomba de agua, desde el pozo del baño, entrelazándose por entre los fierros de una cama gigante en el medio del patio, apretando contra las paredes de una habitación a un espejo ovalado en madera, completamente oxidado aun nos intentaba reflejar algo. Me pregunté lo mismo que ahora ¿A quien perteneció todo esto que me ofrecen? A que rostros y a que cuerpos habían servido ese espejo y esa cama... pero ya había preguntado mucho.
Desde que salí del hospital llevaba preguntas para todos lados como uno de esos chicos que empiezan a descubrir el mundo y atosigan incansables a sus padres. Aprendí con el tiempo de no juntarme mucho con la misma persona para no aburrirla con mis preguntas, pero no fue suficiente, con el tiempo mi cara se hizo una más en Constancia y mis interrogatorios ya les parecía de lo mas tedioso. También tenía la precaución de preguntarles la misma pregunta a varios para saber si sobresalía alguna contradicción en sus repuestas. No la había, nadie sabia mucho de mi más que el dato preciso de que había llegado una madrugada desde la Capital Federal. Mi presencia con el transcurso de las semanas paso de ser novedosa e intrigante a ser una presencia insoportable. Noté que con el tiempo los vecinos comenzaban a evitarme, los negocios se cerraba en un silencio incomodo cuando los visitaba. Los parroquianos del bar trompezón que ofician de charlatanes profesionales se angustiaban y se embroncaban cuando me veían cruzar por la plaza " -Ahí viene el pesado amigo tuyo.... - ¡Tú amigo!", le respondía el otro.
Pero en un momento, no recuerdo cual, mi presencia volvió a ser grata, le encontraron a mi olvido y a mi inocencia un fértil terreno para la invención. Mi ignorancia era motivo de burla y terminaron con el tiempo concibiéndome cosas de la historia universal o de mi vida que nunca habían ocurrido. Le encontraron la vuelta y entonces para mi desgracia todos comenzaron a buscarme para algún tipo de conversación. Descubrieron entre todos y sin quererlo el artilugio de la mentira para hacer mi presencia la más esperada y divertida en todo su doméstico día.
Constancia se recreaba sin remordimientos de aquel porteño amnésico, hasta de los más chicos se esperaba una mentira ladina cuando me ponía a hablarles. Vivía en todo momento un dudoso presente. Conmigo mezclaban ellos la mentira y la verdad a cada momento con total impunidad. Todo lo que sé hoy en día es por este pueblo que me adoptó como a un niño y me terminó tratando como tal.
Una vez en mi persecución llegué a fantasear que en el pueblo habían elaborado una serie apócrifa de publicaciones locales para engañarme. Era un nuevo semanario local llamado "La Voz de Constancia" y comenzó a entregarse gratis en nuestro único puesto de diarios. En aquel semanario se leían noticias extravagantes de avistamiento extraterrestre o el de simplemente inventarle otro final a la segunda guerra mundial, donde los nazis llegaban victoriosos a la Argentina.
El diariero tentado de risa una mañana no pudo aguantar la treta y me lo confesó ahogado de felicidad. Realmente todo fue como lo había pensado, "La Voz de Constancia" era una mentira que habían ideado y entretenido a todos durante semanas.
La maldad no busca solo la mentira, porque la mentira en su soledad no podría ser. Y la mentira busca entonces la fértil verdad para germinar en lo que realmente busca: el caos. El caos se aferra a la verdad como aquellas hiedras sujetan al espejo ovalado en la casa apartada donde vivo. El caos es la mezcla confundida de la verdad y la mentira y así nos atrapa como un tumor que solo crece con los días.
Por eso, les afirmo que no todo lo que se publicó en la "Voz de Constancia" fue falso. Durante semanas salió una publicación hermosa, un informe detallado para atraer mi atención, la historia real sobre la casa abandonada de las afueras y sobre sus antiguos moradores. ¿Sus nombres? María se llamaba ella, Gabriel se llamaba él. Los dos eran trabajadores de la estancia Villa Hayes y que el finado don Alberto Aceval había ordenado sobre ellos injustamente la muerte, ambos fueron asesinados impunemente frente a la indiferencia de todos. La maldición entonces se empezó a madurar sobre las noches y bajó a los moradores de Constancia, Todos sin distinción son asfixiados por pesadillas terribles. La maldición los tortura en su conciencia y en su pavor, los mantiene expectantes sobre las noches rogándole protección a su dios y a sus santos. Los rumores se dispersaron a simple vista. El pueblo vecino de "Centinela del mar" o el más distante "Mar del sud" ya llamaban a Constancia el pueblo desvelado.
El padre Juan Martín decretó entonces la emergencia espiritual y organizó enormes procesiones desde la plaza del pueblo hasta esa casa de las afueras. Pero los incontables padrenuestro no tuvieron efecto, la bestia oscura del remordimiento seguía arrastrándose aun con más fuerza, como si estuviera hecha de una brea pegajosa que en las noches creciera alimentándose solo de hipocresía e impunidad. Como suele pasar en una desesperación general, comenzaron a tener voz aquellos que siempre fueron desestimados por las autoridades. Y así, Una curandera experimentada en estos casos sentenció acertadamente dos soluciones: Los dos espíritus dejarían en paz las noches de Constancia cuando se haga justicia sobre sus muertes o bien, cuando se encuentre a alguien para habitar en su antigua casa. Cualquiera de esas dos acciones curarían a Constancia de aquel mal. Entonces el pasado ya no bajaría mas de aquella casa para pedirles explicaciones. Se quedaría esa imprecación mostrándose solo a quien allí habite.
Lo primero que dijo la curandera no se podría ¿Qué mortal se atrevería a ajusticiar a Don Aceval?... Pero lo segundo si y la ofrenda les llegó una madrugada desde la Capital Federal. Todas las autoridades supieron entonces que hacer y se manejaron cómplices en el silencio.
Yo era esa ofrenda que calmaría a la bestia.




La Ahogada (Parte 13)

Descuiden, no todos en Constancia me mienten. Una tarde de mucha lluvia me encontré de golpe con la aparición de una niña sentada en el umbral de mi casa, vestía un guardapolvo de escuela completamente embarrado y cortado en algunas partes, podía reconocer esos síntomas en las ropas. Aquella niña venía del monte de acacias, quizás también del claro que revela el cementerio antiguo que una vez conocí y le está vedado a los vivos.
Recuerdo que ella estaba sentada en cuclillas con sus manos entrelazadas, su cabello caía negro y desprolijo. Pequeña era la protección que daba contra la lluvia el muro en que se apoyaba, no le importaba. Miraba un desagüe, parecía estar atenta.
La increpé preocupado:
- ¿Qué haces nena acá? ¿No tenés que estar en la escuela vos? ¿Te pasó algo?
La niña guardó silencio y muy calma me miró, como si yo no tuviera importancia, como si le ladrase un perro pequeño. Siguió atenta a los movimientos del agua, estaba atenta hacia algo de ese lugar, percibía algo que yo no podía y lo llamaba.
Mi asombro me hizo hablarle de una forma muy grosera y me senté callado a su lado. Ella acarició esos hilos de agua que caían enmarañados del techo y pareció también invitarlos a tomar silencio. La lluvia como por milagro o simple casualidad se detuvo, como una niña cautivada por su madre.
Era una niña de once años, pero su voz sonó inteligente como la de aquellos que son inspirados por una favorable profecía. Habló como si nadie hubiera, como si yo no fuera... más bien como si estuviera, pero con la indiferencia que inspira un álamo, el viento o el espejo ovalado.
--Escuche aquel río invisible—dijo mansa la niña—su rumor nos llama a la pureza, escuche el silencio del Estigia.
--Contáme de esa laguna -murmuré curioso.
--Me llama en los días de lluvia con ese idioma hecho para anunciar y que no puedo sino escuchar estática por horas y horas como un insecto encandilado por el fuego, observo todo en lo poco que se muestra entre las rendijas de la vigilia.
Preste atención a lo que le voy a contar: Por el lago llamado Estigia suelo ver una ahogada blanca como la luna, en los primeros días inútil era que intentara darle alcance con una rama, nunca la alcanzaba, solo lograba chapotear cercano a su sagrada sombra.
Cuando las tardes se colman de un cielo cargado yo me asomo al Estigia y ella no tarda en aparecer. Luego de perderse la visión por el pulso de las aguas sobreviene en mi alma un perdurable desconsuelo que debo sobrellevar hasta la próxima lluvia. Vivo atenta y obsesionada a cualquier señal de los cielos pues solo con la lluvia es cuando la ahogada aparece, estoy obsesionada...
- ¡Es Magdalena!- la interrumpo, ella asiente con una mirada cómplice y continua.
Cuando pasé a su lado la primera vez pensé que la joven estaba muerta, luego la sospeche viva. Pero más impresionada comprendí que estaba ante la visión fantástica de algo que no estaba ni vivo ni muerto, solo dormía sobre las aguas.
Al regresar durante otro diluvio me di cuenta de que los ojos de la aparición estaban abiertos, como mirando algo conocido, llenos de amor por algo que le sacaba las fuerzas y la llevaba.
La tercera vez que visité el Estigia me metí en las aguas y me acerqué a sus ojos deshabitados, noté una mirada serena y muy bella. Supe que lo comprendía todo, como si aquel último segundo de vida hubiese quedado grabado en esos ojos fríos así como también queda por un tiempo el calor del sol en los crepúsculos. Cerrar sus ojos y todo ese universo, sentir sus párpados en mi mano, recibir una humedad y una piel de otro mundo.
Había tocado de alguna forma la aparición de la ahogada y aquella noche no pude sacarme esa nueva sensación, esa mirada que parecía también tocar mi piel, lo sentía en un puente tan grande y arriesgado que nos unía para siempre, tuve miedo por eso y no pude sacármelo de la mente, me perseguía en la oscuridad del cuarto o se escabullía dentro de mis párpados cuando cerraba los ojos, la mirada de aquella otra niña no me atormentaba, al contrario. El solo volver a sentir la humedad de sus ojos sobre las líneas de mi mano hacían derramar las mías. Supe que el mensaje no se podía detener y que yo era solamente una mensajera.
Solo una vez, una vez traté de no acudir al Estigia en los momentos previos a la lluvia, sentí que iba a morir, realmente sentí que me moría en esa falta ardiente de la visión. Fue en este día que el cielo se mostró encapotado y sospeché la llamada silenciosa, no pude resistirlo y es por eso que hoy escapé de la escuela mientras estaba formando... Pero ella ya no estaba más. Acudí al Estigia y solo vi la ausencia, la ausencia de la ahogada como si siempre, eternamente hubiese estado durmiendo sobre las aguas de aquel lago.
Estuve muchas horas buscándola en unas orillas borroneadas por la lluvia, en ocasiones el barro atrapó fuerte mis pasos y así perdí mis zapatos y la esperanza de encontrar a esa visión compañera otra vez.
La lluvia se enfureció hasta que ya no pude ver más nada. Caminé por el monte y me perdí en su vientre, los senderos se entrecruzaron y me guiaron en lo que fue un antiguo cementerio. Solo una vez escuché hablar de ese lugar prohibido en una conversación entre mis padres. Aquello era nuevo en el camino, me vi perdida y sin mis zapatos en un reino de espinas que se iba oscureciendo y cerrando sobre mí. Entonces el espanto me aturdió de tal forma que solo comencé a gritar, la lluvia furiosa entre los árboles y las lapidas parecía hacerlo aun más fuerte. Grité y grité para tapar mi pánico. El sol se debilitaba en alguna parte y el cielo se iba haciendo mas y mas negro. - ¡Por qué no estás! ¡Porqué ya no estás! Le grité a esa ahogada hermosa de mis visiones...
- ¡Pará Nena! - la interrumpí- ¿Cómo te llamás?
- Libia, Libia Marta Stutz
- Libia -le dije- Ella ya no está más en aquel lugar, yo presencié la última conversación de Magdalena antes de irse de este mundo.
- No es así - Afirmó convencida la niña llamada Libia - la ahogada que usted llama Magdalena se me ha presentado hoy en una visión y me ha hablado de una forma tan real como lo estamos haciendo en este momento... luego las acacias me guiaron otra vez por nuevos senderos y al salir al fin de aquel monte encontré o me encontraron con su casa y con usted.


Libia le cuenta a Fierro lo que habló con Magdalena (Parte 14)

El primer cementerio de Constancia es a donde me perdí y la encontré otra vez, pero me dio miedo mirarla ya que me pareció muy bella para estar muerta. Así que me hice la que pensaba en algo lejano por un tiempo, luego levanté la mirada y le dije: <<De las veces que miré la cara a la gente nunca le miré a los ojos, por qué no eras tú >>.
Ella me abrió entonces sus ojos, como si no quisiese, como si ya estuviese hecha solo de pasado y eso le provocase un profundo dolor.
“Lo sé porque estas en este jardín prohibido -- me dijo – y por que esas ceremonias me invocaron, sé que fueron muchas y hoy se pueden ver como una inmensa procesión que arrastra los pies y me nombra.”
<<Si lo supiste --le dije aun sin mirarla -- ¿porque no acudiste en mi ayuda, porque no me salvaste?>>.
“- Lo hice, como una sombra nocturna, como una caricia fantasma, como una soledad tibia, como una esperanza terrible, como una ausencia insondable, como un mundo posible... -“.
<<- ¿Y dónde estaba yo que no te he visto?->>. Le repliqué con la voz quebrantada.
- "Conmigo”. Respondió Magdalena para siempre y se fue.


El Pacto (Parte 15)

Entonces tanto Fierro como Libia supieron que sus destinos estarían desde entonces entrelazados fuertemente alrededor de la joven de los tres nombres. La voluntad misteriosa (de quienes habían vivido hace muchos años sobre aquel pueblo) los estuvo moviendo pasmados aquellas ultimas semanas. De alguna manera, ya solo les quedaba a ambos responderse juntos todas las preguntas. 
Fierro y Libia sellaron secretamente un pacto y jamás contarían a nadie de sus historias ni de la joven de los tres nombres, por lo menos hasta saber definitivamente su final.
Seremos breves y solo contaremos la única estrategia que se les ha ocurrido para disimularlo, para restarle preocupación ante todos de lo que había sucedido. Aquella noche el herrero bajó al pueblo a comprar unos zapatos y un guardapolvo a la niña. El hombre de la tienda ya había cerrado, pero al ser Fierro el que insistía desde la puerta accedió a venderle.
Libia apareció en su casa ya entrada la noche y con una historia poco convincente. Sus padres preocupados se movían alterados alrededor de su hija para sacarle otra respuesta que no sea una simple travesura. Al otro día, es cuando les comunica el dueño de la tienda que Fierro había venido por el anochecer a buscar un guardapolvo y unos zapatos de niña.
Esa estrategia entonces sabemos que fue muy mala y alertó aun más de lo que pensaban al ojo atento de ese pequeño pueblo. Las miradas de sospechas cayeron vigilantes sobre esos dos nuevos amigos. Pero no importa ahora, los dos acuerdan una fecha secreta para el nuevo encuentro. Seria a las once y cuarto de la mañana del sábado 19 de noviembre. Allí irían en busca otra vez de "La ciudad encontrada" que bautizó el ya desterrado Elías Aceval.
Fierro quería preguntarles en voz alta a los muertos quienes eran aquellos dos que habitaron en su casa y que era lo que los unía a la joven de los tres nombres.
La niña llamada Libia en cambio se presentaría ante los muertos y les preguntaría ya de una buena vez: ¿Cuales son las otras dos vidas que nos hacen faltan saber, las ultimas sobre aquella joven que siempre muere en el pueblo de Constancia?


Ante el Abismo (Parte 16)

Las once y cuarto de la mañana del sábado 19 de noviembre.
Unas calles vacías, un empedrado embellecido por el musgo y el abandono. La respiración de aquel lugar amontonan unas hojas contra una bóveda, la ciudad encontrada, un cementerio donde los árboles entraron solemnes para vivir con los muertos.
Sin siquiera ser vistos los hombres antiguos se desvanecieron en la soledad de aquel lugar. Así debía ser, listos para ser devueltos a la cal y a la tierra hasta el juicio final. La serenidad consuela en lentos atardeceres con la invisibilidad que cobran las cosas que tan despacio van por el mundo, aquellas acacias ciegas fueron cubriéndolo todo y nadie sabrá como comenzaron a crecer aun dentro de las mismas bóvedas.
En este lugar existen dos aguas, el Estigia y el Leteo. Ambos cruzan el antiguo pueblo de Constancia. La laguna Estigia es perezosa, suspendida y solo viajan en ella los muertos que no desean morir, los recuerdos se compactan como una pesada carga y navegan por ella para vivir entre los vivos. El Leteo en cambio es torrentoso al principio y se estanca al final, corroe los recuerdos en agua prenatal. En este río viajan los que olvidan y nacen en otro cuerpo y nombre.
El cielo se entumece y deja llover una simple garúa, clava sobre los pies una suntuosa liviandad y remueve olores de acacia y cemento. Los primeros en llegar al lugar son esos que pudieron imaginar algo distinto, las aguas aclaran como un ojo que despierta por primera vez, toda luz es demasiada y daña la privacidad del lago. Comienza la primicia de lo que se olvida una y otra vez, se avejenta la carne cuando la habitamos, se muere la carne cuando debemos abandonarla y se comienza una visión de vida, antigua vida que fue remojada en torrentosos Leteos, las claridades se hacen posibles gracias a las propiedades milagrosas de este río. En silenciosos pasos Libia se va acercando hacia aquel lugar como para una boda y el viento hace gesticular a los árboles como una muchedumbre emocionada.
Constancia siempre es el mismo bosque de acacias, siempre las mismas aguas, las mismas manos que se llaman, los mismos trenes y aquel monstruoso matadero abandonado. Los mismos muros que separan, los mismos silencios, la misma soledad y la misma muerte. Luego la intima espera de quien ha muerto por su voluntad, pero hay algo que si cambia y separa a todos: el nombre…
-¿Cuales son los nombres?- pregunta Libia a los muertos que allí descansan -¡Cuales son los otros nombres con que ha nacido otra vez la joven ahogada!
- Magdalena, María Gabriela, Soledad …- Le responden susurrantes, como si no quisieran ya nombrarla.
Preparado, Era mi turno y entonces les pregunté:
-Ya nos hablaron de Magdalena, esa niña amortajada en el jardín secreto. ¡Ahora les suplicamos antiguos habitantes de Constancia, que nos cuenten sobre aquella otra vida que la une a mi casa desvencijada, esa casa misteriosa que me han regalado!
Así comienzan un nuevo relato, el del segundo nombre:
Siempre el mismo bosque de acacias y una niña que se posa en el umbral ante el abismo. El bosque ha comido todo horizonte y por eso se sospecha algo infinito y perfecto... pero no lo es.


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