El gorrión (Parte 6)

Elías, supo desde un primer momento que algún día se alejaría para siempre de aquella joven que le habían presentado como su hermana mayor y que pasó en la estancia Villa Hayes esos tres veranos en que su madre estaba débil y enferma para los aires de la ciudad. El día que la vio por primera vez colgándose impaciente de la tranquera, con un vestido que dejaba ver sus piernas delgadas como las de un tero, con un sombrero blanco donde caían dos trenzas negras y largas, ojos prestos a la timidez como a una cálida sonrisa y aquel cuerpo… su cuerpo de niña le pareció a Elías el más liviano y gracioso del mundo. Él nunca se hubiera permitido pensar que alguna vez esa niña introvertida sería la primera en saber de su secreto, nunca imaginaría que sería la joven que una vez lo tomaría de la mano en el camino estrecho que lleva a su misterio: “la ciudad encontrada”.
Acostada Magdalena sobre la hierba todavía húmeda de una lluvia débil, sentía que todo aquel lugar se nutría de agua, la veía recorriéndolo todo hasta alcanzarla por sus pies desnudos entre la hojarasca y la tierra pegajosa, aquello no se podría hacer en el colegio religioso donde vivía por que quedaba entre el cemento de la ciudad y el reproche de las monjas. ¿Quién sabe por qué lo estaba haciendo en ese verano, allá en la casa de su tío Alberto? Tampoco sabrá nunca por qué llama tío a aquel hombre, saben todos que sólo es el esposo de su madre y el padre del imbécil de Elías. Recuerda hace dos veranos cuando conoció a ambos en la sala de techos altos, con sus valijas de recién llegada y esa obligación de sentirse natural a la humillación que le tocaba vivir.
Recuerda también en ese primer verano donde la comunicación con su hermanastro era casi obligada en ambos por parte de su madre y del tío Alberto. Recuerda el pájaro muerto que una vez descubrió y que Elías se lo quitó de sus manos calientes para abrirlo, observar el mecanismo interno, nunca la habían hecho llorar tanto, rasguñó a Elías como una fiera, lo pateó, lo insultó y lloró luego como un pequeño perro muerto de pena, sólo entonces Elías le devolvió su gorrión y se fue a paso confundido, enojado, como víctima él de una injusticia.
El gorrión fue sepultado debidamente en un lugar secreto para que Elías no lo encontrase jamás otra vez, su ataúd era un nido abandonado que Elías una vez había bajado de un árbol y había regalado a Magdalena. Dejarlo sobre su secreto, que se vaya con su muerte liviana, que se haga hormiga, lombrices, hongos tiernos y de vivos colores, raíces y hierba. Ya lejos de Elías que no dejaba de hostigarla, de gritarle tero delante de todos, de revisarle los escritos más secretos para leerlos en voz alta, de colocarle arañas y babosas bajo la almohada, de hacerla siempre llorar.
El color de la tierra sólo él lo sabe cuando la tiene entre las manos y mancha el rostro de Magdalena, lo borronea, incrusta las manos sobre el lodo que la zanja ofrece fragante al borde del camino. La negativa a dejarse en ese juego es sólo porque está desarmada y aún vestida con la ropa de ir a misa, sólo a Elías parece no importarle estás cosas y la asedia sin respiro; pero esto no dura mucho y Magdalena también se ve con la frialdad del barro entre sus manos y conoce su color en el rostro de Elías, los dos se vuelven una furia aunque simulan sonrisas y carcajadas de victoria. En ese momento el tío Alberto aparece a caballo junto a dos peones. Hombre de actitud siempre severa, de imposible caricia y de fácil reproche hacia Elías, en cambio a Magdalena parece no verla nunca; sube a Elías duramente en su caballo y ella los ve partir a un trote que se incrusta en el camino. Esas cuadras largas que todavía le quedan a Magdalena hacia Villa Hayes se hacen en un progresivo cambio de ánimo, de la sonrisa y la respiración agitada del combate a un pequeño cuerpo que se tambalea en un incontenible llanto que sabe a tierra y musgo.
Alguna vez Elías le recordó a Magdalena su juego preferido, fue en el último verano que ella visitó la estancia. Aquella vez no la llamó ni tero, ni Magda (como todos lo hacían) sino Magdalena y la llevó por senderos tan estrechos que uno debía caminar como el peor de los ancianos. Las acacias a veces cerraban el paso de tal manera que uno debía pasar de costado y rasguñarse con alguna espina. Conocía Magdalena lo prohibido de adentrarse en el monte pero callaba porque Elías más que nadie sabía eso y que sólo él sería castigado por Don Alberto si llegasen a descubrirlos. Quien tomaba la delantera era siempre Elías porque sabía que a su hermana le causaban un verdadero ataque de nervios aquellas arañas patudas que lanzan sus telas por los senderos. Además Magdalena no conoce ese camino estrecho que a veces se bifurca, ni tampoco conoce su destino ni los pasos anónimos que en un tiempo lo hicieron de tanto caminarlo.
Elías estaba verdaderamente amable, temerosamente caballero y silencioso con Magdalena. Ella en cambio estaba inusualmente alegre y descubría con verdadero asombro unas frutillas silvestres de corazón blanco que sabían a agua, pero que eran lo mas rojo que vio en su vida. Se llenó los bolsillos de aquel tesoro que su hermanastro miraba indiferente, se notaban las ganas en Elías de decirle que terminara de entretenerse con eso, que ese no era su secreto. Sólo después de varios minutos sobre ese sendero cada vez más espeso y fragante, Magdalena notó que la indiferencia anterior de su hermanastro se debía al gran reinado de frutillas silvestres más adelante del camino.
El calor de la tarde golpeaba más sobre ese claro del monte y a ella ya comenzaba a desagradarle todo lo que tuviese que ver con esas frutillas. (Más por el extraño sabor que le sobresalía en el paladar que por los estragos que hicieron en sus bolsillos) Magdalena también empezaba a odiar el camino pero sin embargo, ella hacía todo lo posible para ocultarlo sobre su cara y sobre su voz, lo disimulaba y se sentía extrañamente asustada de pensar que su desagrado pudiera lastimar los sentimientos de Elías, ahora que parecía tenerlo entre sus manos, que podía castigarlo con su indiferencia, con su rechazo, por un momento creyó que ya no lo odiaba.
Verdaderamente aquel joven demostraba un sumo interés en las reacciones de Magdalena hacia ese camino y su secreto, cuando ella inevitablemente en su fatiga ya comenzó a mostrar deseos de volver, entonces él le suplicó que no lo hiciera y tomó la mano inquieta de Magdalena que lo siguió en el silencio más sagrado.
Ella no poseía todas las fuerzas para decirle que moriría después de todo eso, sobre la tarde. Hay quienes todavía se señalan el corazón con el índice y dicen “yo” ¿No saben acaso que esa acción les podría tomar la eternidad? ¿No saben acaso que pueden ser demasiadas las vidas que puede exigirle a uno la caprichosa eternidad del alma? Magdalena mencionaba a veces que uno no debía crecer si no era necesario, que todo crecimiento lleva más muertes innecesarias que necesarias. Pero algún día por aquella estancia inmensa de Villa Hayes y para gusto de la fatalidad, ellos irremediablemente crecieron.
Elías le mostró al fin el jardín secreto, “la ciudad encontrada” como así él solía llamar aquel camposanto donde duermen –aún sin saberlo– sus antiguos cuerpos. Sólo ella parece presentir algo en su sangre de once años. Algo similar a lo que presiente una mujer embarazada a momentos de dar a luz. Recorrer al azar los pasillos de ese cementerio, el espíritu profanado de Elías que pareciese haberse abandonado en la nada sin algún motivo visible. Luego ella se distancia de esos pasos que antes la conducían y protegían amables en su secreto, Magdalena se siente atraída hacia el otro lugar donde un murmullo a lo lejos le sube como un terror cada vez más pesado en el pecho, se intenta mantener firme y su paso se doblega, toma su pecho con pocas fuerzas como queriendo atrapar una fragilidad que intenta salírsele. Avanza y avanza hasta el punto de creer que va a caer, luego se adivina el río cercano de donde proviene el rumor tumultuoso y cae finalmente desplomada contra las paredes de una bóveda. Se sobrepone al encuentro de ese río que viene de otra vida ¿y cómo no ha de recordar su bóveda, aquella en la que se está apoyando y la sorprende? ¿Cómo no ha de recordarla con su ángel de piedra, con la reja negra que serpentea en variadas formas e impide la entrada a los vivos con un candado devorado por el óxido? Descorre una cortina vegetal que araña suavemente sus manos y muestra esas frutillas de pulpa acuosa y lo que aún queda de un nombre sobre una placa de piedra ¡Dios la proteja! Magdalena descubre el secreto para siempre.


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