Primer nombre: Magdalena (Parte 5)

Fue recién en el final del tercer verano que los ojos de Elías comenzaron a mirar diferente a Magdalena. Tan sólo cuando la vio llegar sobre el último verano notó que ya no era aquella niña de trenzas ajustadas y piernas de tero, sino que bajaba del coche con un porte majestuoso y melancólico, sus piernas más largas y cubiertas con una pollera verde oscuro, con cabellos negros recogidos como una dama y la palidez de un rostro brillante, humilde e inteligente. Notó que los perros ya no le chumbaron como aquella primera vez, sino que movían sus colas y daban largas carreras de alegría, de igual manera todos en la casa salieron a recibirla llenos de sonrisas y manos prestas a cualquier ayuda. Todos menos su padre, Don Alberto de Aceval que guardaba un injustificado y silencioso rencor a Magdalena. Los mismos celos incontenibles que alguna vez profesó contra su padre como aquel que su esposa siempre amó.

Ahora Elías había entrado al bachiller igual que ella pero no compartía sus excelentes calificaciones. Elías se había tornado huidizo y algo huraño desde que su hermanastra se fue el año pasado a la ciudad y lo dejó solo en la inmensidad de esos terrenos que algún día heredaría de su padre. Extrañaba a esa niña que molestaba y hacía rabiar hasta el llanto, como si de alguna forma un rey no pudiera serlo sin alguien a quien hostigar con su poder, la extrañaba y se despertó una alegría que bien supo ocultar cuando tocó saludarla. Magdalena también notó más cambiado a su hermanastro, estaba más alto y con el pelo más desprolijo, su voz chillona se había perdido por una más varonil y afinada. Pero en cambio verlo no le producía ninguna alegría, lo detestaba y ni siquiera podía pasar por su cabeza el hecho de extrañar a un ser así. Contrario a lo que él hizo, ella mostró una cálida sonrisa al saludarlo.
La presencia en esa casa la humillaba de tal manera que más de una vez pensó en escaparse para siempre del colegio, los deseos de hacerlo se hacían insoportablemente fuertes cuando se acercaban las vacaciones de verano, pero nunca alcanzó a reunir el valor. Se reprochaba de tener esa vida miserable acorde siempre a su valor de enfrentarla. No sabía Magdalena que quizás esta vez algo cambiaría ya para siempre y que ese sería el último verano en que abandonaría la ciudad, para vivir junto a esa familia que le resultaba siempre ajena y despectiva.
En la soledad de cualquiera de los cuartos donde le tocaba dormir, llegaba a tirar de sus cabellos negros con la ira que le causaba todo, se hundía en una almohada para ahogar la humillación, el dolor de que todos en esa estancia y en ese pueblo la vieran solo como la niña bastarda de la renombrada familia Aceval.

Pero en una de esas noches de ese tercer verano, sorpresivamente se tocó el vidrio de su ventana con una piedra de barro. Magdalena se vio pálida contra el vidrio, con su rostro aún dolido filtrando en la oscuridad de la estancia. Después de algunos segundos apareció la figura sigilosa de Elías haciéndole señas para que bajara. Ella era la ajena a todo, la humillada, debía hacer caso hasta al más bajo de los peones mientras viviera en esa casa, siempre su madre le reprochaba las injustas maldades que le hacía Elías, hasta de los perros podía esperarse que estuviese a favor su madre con tal de hacerla sentir lo que era.

Bajó por las escaleras aún con su camisón y al borde del llanto, pero de todas formas nada de lo que Magdalena pensó que ocurriría ocurrió; Elías fue muy agradable con ella, distinto a los otros veranos en que su presencia era un suplicio. La llevó hacia el techo de la primera casa y le enseñó sobre unas tejas mohosas y viejas, las luces lejanas del pueblo como las de una constelación. “Ese es el pueblo más cercano, se llama Constancia”.
Esa noche Magdalena también notó que en cambio, hacia el oeste, sólo había una negrura terrible construida a través de un denso bosque interminable, preguntó Magdalena qué había más allá de ese bosque, que había en ese bosque que ya tenían desde siempre prohibido para sus juegos. Elías sólo la miró a la cara largo tiempo y jamás contestó. Durante esa noche y todas las que precedieron sobre el techo resbaloso de la primera casa, la mirada de ambos cambió hacia la tragedia que debía ocurrir.








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