Los techos de la primera casa (Parte 7)

Durante todas las noches de aquel último verano tanto Elías como Magdalena corrieron siempre prestos al encuentro sobre el techo de la primera casa, si no era allí el lugar que optarían para esa noche bien se decidiría después, pero siempre el techo los reunía resbalosos y felices bajo el murmullo disconforme de los perros.
Sobre una de esas noches en que el brillo de las luciérnagas se veía inundando la estancia, Elias le contó a Magdalena que aquello era el llamado que hacían las hembras sobre los machos y que luego de procrear, estos insectos terminaban siendo devorados por las mismas luminosas. Magdalena no dudó en burlarse de Elías al instante. Rió como hacía tiempo no lo hacía y lo acusó de creerse cualquier estupidez que escuchara por ahí. Él se indignó con tanta fuerza que con sus reproches casi logra despertar a toda la Villa Hayes, hizo lo posible por convencerla de que era cierto todo lo que le decía, citó las fuentes enciclopédicas y las aprobaciones de su padre hasta callar al fin rendido a ese ataque incontenible de risa que movía a su hermanastra. Luego Magdalena con la voz de quien se retracta, le dijo que él no se creía cualquier estupidez, aunque al instante lo acusó de que en realidad lo había inventado todo, que era un mentiroso y reprimió unos fuertes deseos de caer desplomada de risa. Bien sabía que Elías nunca mentía y que en cambio ella lo hacía entonces sólo para fastidiarlo como una de las tantas veces que él lo había hecho con ella. Esa noche, antes de irse a dormir, Magdalena, quizás sin quererlo, le acarició el rostro y ambos lo acercaron para un beso que jamás se dio. Magdalena corrió a su cuarto y no salió de el durante dos semanas. Su madre no pudo sonsacarle ni adivinar el porqué, tampoco pudo imaginar nunca que una persona tan chica pudiera llorar tanto tiempo bajo la oscuridad.
Pero el tiempo pasó y el tiempo no dudó en pedir a los dos jóvenes su sacrificio, los punzó de fiebre hasta el ahogo y después de doce noches inagotables Magdalena volvió resbalando y corriendo a los techos de la primera casa. Elias en cambio nunca había dejado aquel lugar y la esperó siempre sonriente y preocupado. Fue recién en una de esas noches siguientes donde la reconoció como la persona a quién él más amaba, supo que tenía las manos delgadas y frágiles y las tomó una vez entre las suyas como quien lo hace con una hoja, una llama, una liviandad que cualquier viento por débil que sea pueda arrebatarla por los aires. Se sentó junto a ella en la pampa olvidada de Constancia donde aún corre un río vivo, contemplaron silenciosos el suicidio de un escarabajo y como si se pudiera ahuyentar la muerte de aquel pequeño ser predestinado, él lo tomó con una pequeña rama y lo volteó sobre sus patas para que siguiera su curso original. Desde la intimidad donde más le gusta posarse al ángel de la muerte, aquél escarabajo es atacado otra vez y muere, como dando una señal, una advertencia. Ninguno de los dos lo sabe ésta vez y juegan con el amor que se respira por donde quiera que esté el otro o su nombre.
Hijos de una misma madre pero enamorados como no deberían, jóvenes que intentan lo prohibido sólo porque ya no pueden hacer otra cosa. Un veneno los punza de muerte si no logran verse en aquella pampa oculta. La ilusión los consume en sentimientos tan fuertes como una tormenta. Noche tras noche corren al crepúsculo sigiloso, ni un instante quiere ser regalado por ambos, como si quisiesen ganar todo el tiempo perdido por la censura y el pecado.
Pero en Constancia todo se termina sabiendo, como si el pueblo entero fuese un niño atormentado por no poder guardarse ningún secreto. Los rumores se fueron dispersando hacia todas las direcciones, como aquellas luciérnagas que mostraron a los jóvenes una constelación trágica, la peor. Don Alberto estuvo tan alterado por aquello que le contaron, que en un ataque de furia termino matando a machetazos al caballo de ese peón que le trajo la noticia. La mirada del pobre animal muerto, desbordado por el espanto y la locura, era la misma mirada que tuvieron todos en la estancia aquella tarde. Nadie hablaba de otra cosa en Villa Hayes, al pasar las horas no había nadie en toda Constancia que no se hubiera enterado de la incestuosa noticia de los enamorados, de la ira de Don Aceval. La tragedia se respiraba en el aire como la humedad antes del vendaval. Su madre Mercedes en un ataque de desesperación sacudió a una atónita Magdalena y le rogó que se fuera de la casa. Ella así lo hizo presintiendo con certeza todo lo que estaba ocurriendo. Escapó al monte y a la "ciudad encontrada" que le habían regalado, donde una semanas más tarde la encontraron sin vida.


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