La Ahogada (Parte 13)

Descuiden, no todos en Constancia me mienten. Una tarde de mucha lluvia me encontré de golpe con la aparición de una niña sentada en el umbral de mi casa, vestía un guardapolvo de escuela completamente embarrado y cortado en algunas partes, podía reconocer esos síntomas en las ropas. Aquella niña venía del monte de acacias, quizás también del claro que revela el cementerio antiguo que una vez conocí y le está vedado a los vivos.
Recuerdo que ella estaba sentada en cuclillas con sus manos entrelazadas, su cabello caía negro y desprolijo. Pequeña era la protección que daba contra la lluvia el muro en que se apoyaba, no le importaba. Miraba un desagüe, parecía estar atenta.
La increpé preocupado:
- ¿Qué haces nena acá? ¿No tenés que estar en la escuela vos? ¿Te pasó algo?
La niña guardó silencio y muy calma me miró, como si yo no tuviera importancia, como si le ladrase un perro pequeño. Siguió atenta a los movimientos del agua, estaba atenta hacia algo de ese lugar, percibía algo que yo no podía y lo llamaba.
Mi asombro me hizo hablarle de una forma muy grosera y me senté callado a su lado. Ella acarició esos hilos de agua que caían enmarañados del techo y pareció también invitarlos a tomar silencio. La lluvia como por milagro o simple casualidad se detuvo, como una niña cautivada por su madre.
Era una niña de once años, pero su voz sonó inteligente como la de aquellos que son inspirados por una favorable profecía. Habló como si nadie hubiera, como si yo no fuera... más bien como si estuviera, pero con la indiferencia que inspira un álamo, el viento o el espejo ovalado.
--Escuche aquel río invisible—dijo mansa la niña—su rumor nos llama a la pureza, escuche el silencio del Estigia.
--Contáme de esa laguna -murmuré curioso.
--Me llama en los días de lluvia con ese idioma hecho para anunciar y que no puedo sino escuchar estática por horas y horas como un insecto encandilado por el fuego, observo todo en lo poco que se muestra entre las rendijas de la vigilia.
Preste atención a lo que le voy a contar: Por el lago llamado Estigia suelo ver una ahogada blanca como la luna, en los primeros días inútil era que intentara darle alcance con una rama, nunca la alcanzaba, solo lograba chapotear cercano a su sagrada sombra.
Cuando las tardes se colman de un cielo cargado yo me asomo al Estigia y ella no tarda en aparecer. Luego de perderse la visión por el pulso de las aguas sobreviene en mi alma un perdurable desconsuelo que debo sobrellevar hasta la próxima lluvia. Vivo atenta y obsesionada a cualquier señal de los cielos pues solo con la lluvia es cuando la ahogada aparece, estoy obsesionada...
- ¡Es Magdalena!- la interrumpo, ella asiente con una mirada cómplice y continua.
Cuando pasé a su lado la primera vez pensé que la joven estaba muerta, luego la sospeche viva. Pero más impresionada comprendí que estaba ante la visión fantástica de algo que no estaba ni vivo ni muerto, solo dormía sobre las aguas.
Al regresar durante otro diluvio me di cuenta de que los ojos de la aparición estaban abiertos, como mirando algo conocido, llenos de amor por algo que le sacaba las fuerzas y la llevaba.
La tercera vez que visité el Estigia me metí en las aguas y me acerqué a sus ojos deshabitados, noté una mirada serena y muy bella. Supe que lo comprendía todo, como si aquel último segundo de vida hubiese quedado grabado en esos ojos fríos así como también queda por un tiempo el calor del sol en los crepúsculos. Cerrar sus ojos y todo ese universo, sentir sus párpados en mi mano, recibir una humedad y una piel de otro mundo.
Había tocado de alguna forma la aparición de la ahogada y aquella noche no pude sacarme esa nueva sensación, esa mirada que parecía también tocar mi piel, lo sentía en un puente tan grande y arriesgado que nos unía para siempre, tuve miedo por eso y no pude sacármelo de la mente, me perseguía en la oscuridad del cuarto o se escabullía dentro de mis párpados cuando cerraba los ojos, la mirada de aquella otra niña no me atormentaba, al contrario. El solo volver a sentir la humedad de sus ojos sobre las líneas de mi mano hacían derramar las mías. Supe que el mensaje no se podía detener y que yo era solamente una mensajera.
Solo una vez, una vez traté de no acudir al Estigia en los momentos previos a la lluvia, sentí que iba a morir, realmente sentí que me moría en esa falta ardiente de la visión. Fue en este día que el cielo se mostró encapotado y sospeché la llamada silenciosa, no pude resistirlo y es por eso que hoy escapé de la escuela mientras estaba formando... Pero ella ya no estaba más. Acudí al Estigia y solo vi la ausencia, la ausencia de la ahogada como si siempre, eternamente hubiese estado durmiendo sobre las aguas de aquel lago.
Estuve muchas horas buscándola en unas orillas borroneadas por la lluvia, en ocasiones el barro atrapó fuerte mis pasos y así perdí mis zapatos y la esperanza de encontrar a esa visión compañera otra vez.
La lluvia se enfureció hasta que ya no pude ver más nada. Caminé por el monte y me perdí en su vientre, los senderos se entrecruzaron y me guiaron en lo que fue un antiguo cementerio. Solo una vez escuché hablar de ese lugar prohibido en una conversación entre mis padres. Aquello era nuevo en el camino, me vi perdida y sin mis zapatos en un reino de espinas que se iba oscureciendo y cerrando sobre mí. Entonces el espanto me aturdió de tal forma que solo comencé a gritar, la lluvia furiosa entre los árboles y las lapidas parecía hacerlo aun más fuerte. Grité y grité para tapar mi pánico. El sol se debilitaba en alguna parte y el cielo se iba haciendo mas y mas negro. - ¡Por qué no estás! ¡Porqué ya no estás! Le grité a esa ahogada hermosa de mis visiones...
- ¡Pará Nena! - la interrumpí- ¿Cómo te llamás?
- Libia, Libia Marta Stutz
- Libia -le dije- Ella ya no está más en aquel lugar, yo presencié la última conversación de Magdalena antes de irse de este mundo.
- No es así - Afirmó convencida la niña llamada Libia - la ahogada que usted llama Magdalena se me ha presentado hoy en una visión y me ha hablado de una forma tan real como lo estamos haciendo en este momento... luego las acacias me guiaron otra vez por nuevos senderos y al salir al fin de aquel monte encontré o me encontraron con su casa y con usted.


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